Acabo de pensar que nosotros dos somos una familia rara dijo Elena, mirando a su marido.
Qué suerte tengo de tenerte respondió Alejandro, abrazándola.
¡Y yo soy feliz porque estás conmigo! exclamó ella.
¿Con quién más iba a estar? rió él. Solo contigo. Eres mi destino. La mejor mujer del mundo.
Elena no dijo nada, le dio un beso en la mejilla y se apresuró a sacar el pastel del horno.
Hoy los Delgado celebraban sus bodas de plata. Habían decidido festejarlo de forma íntima, solo con sus hijos: Javier, de dieciséis años, y su hija Lucía, recién licenciada, que acababa de independizarse.
¿Para qué alquilar un piso? preguntaba Elena. Aquí tienes tu habitación, vivimos felices. ¿Por qué irte? Cuando te cases, entonces sí.
Mamá, os quiero mucho, pero quiero probar a ser independiente. Además no te enfades, pero cocinas tan bien que voy a terminar como un globo. Tú eres delgada, pero yo no he salido a ti. ¡Tus postres son irresistibles!
Elena sonrió. Lucía no se parecía en nada a ella. Elena era menuda, casi frágil, y siempre había sido sencilla: poco maquillaje, ropa discreta. En cambio, Lucía, como su padre, era una belleza.
Alejandro, a sus cuarenta y ocho, seguía siendo un hombre atractivo. Alto, de porte elegante, aunque con algún kilo de más gracias a los dulces de Elena. Ella sabía que, a su lado, pasaba desapercibida, pero le daba igual. Para él, era la mujer más hermosa.
***
Se conocieron en una floristería. Elena tenía veinte años; él, veintidós. Iba de camino al cumpleaños de su amiga Sofía cuando entró a comprar flores. Allí estaba él, indeciso entre rosas y peonías.
¿Cuál le gustaría más a tu novia? preguntó la dependienta.
No tengo novia aclaró él. Es para la prima de un amigo.
Elena, tímida, sugirió las rosas.
¿A ti también te gustan? preguntó él, sonriendo.
Prefiero las flores silvestres confesó ella, ruborizándose.
¡A mí también! exclamó él. Tienen una belleza especial, como tú.
Esa misma noche, en la fiesta, se reencontraron. Alejandro no dejó de mirarla, y aunque Sofía se enfadó pues esperaba que él se fijara en ella, él solo tenía ojos para Elena.
Al día siguiente, Sofía la ignoró.
¡Arruinaste todo! le espetó. Él venía por mí.
Elena se sintió culpable. ¿Cómo iba a interesarle a alguien como Alejandro? Ella era invisible.
Pero él la llamó. Quedaron en el paseo marítimo, y cuando llegó, él estaba allí, con un ramo de flores silvestres.
Nadie creyó en ellos. «Un hombre así no se fijará en ti para siempre», le decían. Pero Alejandro jamás miró a otra. Un año después, se casaron.
Una década más tarde, ella le preguntó:
¿Por qué me elegiste? Podrías haber tenido a cualquiera.
¿Cómo explicar el amor? respondió él. Me enamoré de tus ojos, de tu voz, de tu alma. Eres como esas flores silvestres: tu belleza no grita, pero es la más verdadera.
***
La cena de aniversario fue perfecta. Los hijos brindaron por ellos, y en el centro de la mesa había un ramo de flores silvestres. Alejandro se lo regalaba cada año.
Esa noche, en la cama, Elena musitó:
Somos raros. En veinticinco años, ni una pelea.
¿Quieres pelear? bromeó él, haciéndole cosquillas.
¡No! rió ella, esquivándolo.
Pues yo tampoco dijo él, besándola.
Y así entendieron que el amor verdadero no necesita discusiones para perdurar.







