Hace mucho tiempo, en un pequeño pueblo de Castilla, mi yerno me dijo que no volvería a ver a mi hija si no vendía la casa de mi madre.
La mitad de mi vida la pasé sola. Sí, estuve casada, pero mi marido, Pedro, nos abandonó al año de matrimonio, justo cuando nació nuestra hija. Al menos tuvo la decencia de dejarnos un piso de tres habitaciones. No me volví a casar, pues no me hacía falta. Tenía a Valeria, mi niña, a quien crié con todo mi amor. Sabía que, por más que me esforzara, nunca podría reemplazar el vacío que dejó su padre. Con los años, Valeria se aferraba demasiado a los muchachos que conocía, buscando en ellos lo que le faltaba. No todos soportaban ese apego, y más de una vez tuve que consolarla tras un corazón roto. Pero, al fin, la vida le dio un buen hombre.
Daniel era trabajador y amable, el yerno perfecto, o eso creí. Él respetaba a mi hija y a mí. ¿Qué más podía pedir? Sin embargo, los cuentos de hadas no existen. A los seis meses de boda, Daniel cambió.
Por entonces, cuidaba de mi madre, que ya era mayor. Me había tenido joven, como yo a Valeria, y llegó a conocer a su nieta. Pero la edad y la enfermedad la debilitaron, y no tuve más remedio que traerla a vivir conmigo. Mi yerno, sin embargo, no lo aceptó. No sé qué le molestaba, pues nunca le pedí que la atendiera. Mi madre era tranquila, de mente lúcida. ¿Qué le disgustaba tanto?
Las cosas empeoraron. Valeria empezó a evitarme también. Antes compartíamos la mesa, ahora se encerraban en su habitación. Intenté hablar con ella, pero solo encontraba excusas. Tampoco hablaban de tener hijos. Decían que querían vivir para sí mismos. Al principio insistí, luego dejé de hacerlo. Era su decisión.
Pero Daniel se volvió insoportable. En mi propia casa, actuaba como dueño, aunque nunca puso un ladrillo ni gastó un duro. Pasaba las noches con amigos en las tabernas. ¿Dónde estaba aquel yerno ejemplar? Quizás ahora mostraba su verdadero carácter.
Llegó Nochevieja, y Daniel se negó a celebrar con nosotras. Se encerró con Valeria, y solo ella salió a medianoche para darnos las uvas. Al día siguiente, Daniel me soltó: “Vamos a vender la casa de tu madre para comprarnos un piso”. No sabía si reír o llorar. ¿Acaso no vivían bajo mi techo, a mi costa?
“No lo haréis le dije. Ganad vuestro dinero si queréis un hogar. Esa casa es de mi madre, y ella decidirá.”
Daniel se enfureció. Ese mismo día, recogió sus cosas, se llevó a Valeria y se marchó a casa de sus padres.
Duele que mi hija no dijera nada, pero es su vida. Si cree que así será feliz, allá ella.
¿Hice bien? ¿Qué habríais hecho en mi lugar?







