“¿Tu madre cree que soy su criada?” mi esposa se negó a cumplir los deseos de su suegra
Hay momentos en los que la paciencia se agota. De pronto, como si alguien trazara una línea invisible: basta, no más. El mío llegó una tarde cualquiera mientras freía unas patatas.
El día había sido infernal. En el trabajo, un caos, el jefe me volvió loca con su informe, y para colmo, mi marido Luis llamó: “Sofía, mamá pasará por casa, estuvo en el centro”. Claro, como siempre. ¿Cuándo había pasado Isabel sin entrar? Siempre elegía el momento en que yo llegaba agotada del trabajo.
Estaba frente a la sartén, moviendo aquellas patatas con gesto mecánico. Me latían las sienes, me dolían los pies de los tacones, y las manos apenas respondían. De un lado a otro, sin pensar. Lo único que deseaba era sentarme, poner una serie y olvidarme del mundo…
¡Sofía! sonó su voz desde la entrada. ¿Dónde estás?
Ahí estaba. Ni siquiera me giré. Sabía que entraría con sus zapatos de charol, crujientes, y se plantaría en la cocina…
Ah, aquí estás dijo Isabel con tono de dueña, sentándose a la mesa. Sacó el móvil y añadió sin mirarme: Prepárame un té y un bocadillo. Vengo agotada.
Me quedé quieta. Algo hizo clic en mi mente. Tres años. Tres años escuchando órdenes: “tráeme”, “haz”, “ponme”. Como si fuera la asistenta, no su nuera.
El hervidor está en la encimera dije con una calma que ni yo misma esperaba. El pan, en el armario.
Silencio. De esos que cortas con cuchillo. Por el rabillo del ojo vi cómo alzaba la mirada del teléfono, lenta, como si no creyera lo que escuchaba.
¿Cómo dices? su voz se tornó gélida. ¿Qué te has creído?
Apagué el fuego. Me sequé las manos con el paño de cocina, ese que ella trajo cuando nos mudamos. “Para que tengáis calorcito hogareño”, dijo entonces. Me volví hacia ella.
Me creo una persona, no una sirvienta dije en voz baja. Yo también estoy cansada. También he tenido un día duro. Si necesita ayuda, hablamos, pero no me dé órdenes.
Y entonces, como si lo hubiera planeado, apareció Luis en la cocina. Se quedó paralizado, mirándonos alternativamente. Claro, él siempre evitaba los conflictos como la peste.
¡Luis! exclamó Isabel. ¡Mira cómo me habla tu mujer! Solo le pedí algo mínimo…
No la dejé terminar. Me dirigí a mi marido:
Luis dije. ¿Tú me respetas?
Fuera, los coches pasaban ruidosos. Las patatas se enfriaban en la sartén. Y los tres estábamos petrificados en aquella cocina, como en una escena muda. De pronto, sentí una paz extraña. Como si me hubiera quitado un peso de encima, uno que cargaba desde hacía tres años. Estaba harta. Harta de ser sumisa, cómoda, invisible. Luis miraba de una a otra, y vi el shock en su cara. Era la primera vez que su esposa callada mostraba carácter. Ahora, cariño, te tocaba mover ficha.
Pasó una semana desde aquella noche. Una semana de guerra fría: Isabel ignorándome, suspirando al pasar, y Luis yendo de un lado a otro, fingiendo que no pasaba nada. Yo, por primera vez, me sentí persona, no un trapo de cocina.
Esa noche estaba en el salón, acurrucada en el viejo sillón de su padre, la única cosa que Luis logró llevarse de casa de sus padres cuando murió. Isabel había armado un escándalo: “¡Cómo te atreves a sacar los recuerdos de tu padre!”. Pero yo sabía que solo era otra forma de no soltar a su hijo.
Intentaba leer una novela romántica mi madre dice que ayudan a desconectar, pero las palabras bailaban. No podía dejar de pensar en todo. ¿Por qué tenía que ser tan complicado? ¿Por qué no podíamos ser una familia sin intromisiones, sin órdenes…?
Sofí.
Me sobresalté. Luis estaba en la puerta, despeinado, con cara de perdido. Mi niño grande, que nunca aprendió a ser hombre.
¿No duermes? preguntó, cambiando el peso de un pie a otro.
¿Y tú? dejé el libro.
Estaba pensando.
¿En qué?
Entró y se dejó caer en el sofá. Miró sus manos un rato antes de hablar.
Estás… distante. Mamá dice que…
Hablemos tú y yo lo interrumpí. Luis, ¿alguna vez te preguntaste por qué me casé contigo?
Me miró sorprendido:
¿Por amor?
Porque me enamoré de un hombre fuerte, divertido, que tomaba decisiones. ¿Recuerdas cómo me pediste matrimonio? En el parque, delante de todos. Tu madre se opuso, decía que eras muy joven…
Sí sonrió débilmente. Fue la primera vez que la desobedecí.
Y acertaste. ¿Y ahora qué? ¿Ella decide en nuestro hogar? Luis me incliné hacia él, creciste con una madre que hacía todo por ti. Pero nuestra casa es diferente. No seré criada ni de ti ni de ella. Quiero ser tu esposa, tu compañera. ¿Entiendes?
El tic-tac del reloj de pared otro regalo de Isabel marcaba el silencio. Tic-tac, tic-tac… Contando los segundos de nuestro matrimonio.
Si para ti una esposa es una sirvienta, quizá debamos pensar qué queremos los dos.
Luis se estremeció:
¿Me estás amenazando?
No, cariño. Solo estoy harta de ser la madre de un hombre de treinta años. Sabes sonreí, tu madre está equivocada en muchas cosas, pero al menos es honesta. Ella manda porque siempre lo ha hecho. Tú… te escondes detrás de ella para no decidir, y detrás de mí para no actuar.
Calló. Durante mucho rato. Vi cómo tensaba la mandíbula, cómo fruncía el ceño. Y entonces preguntó:
¿Te acuerdas de cómo nos conocimos?
En el parque sonreí. Paseabas a tu perro.
Sí. Te tiró al suelo. Yo… temí que te enfadarías. Pero te reíste y empezaste a jugar con él.
¿A qué viene esto?
Pienso… me miró a los ojos que siempre fuiste fuerte. Y yo… me aproveché, ¿verdad?
Algo se quebró dentro de mí. Lo miraba despeinado, confundido, pero diferente. Como si algo cambiara en él en ese instante.
Luis dije suavemente, tenemos que decidir. No puedo seguir así.
La mañana siguiente fue extrañamente tranquila. Me despertó el sol entrando por la ventana había olvidado cerrar las persianas. Luis no estaba, pero venían ruidos de la cocina. Raro, él siempre dormía hasta tarde los fines de semana…
Me puse la bata y salí. Y me quedé paralizada en la puerta de la cocina.
Isabel empacaba. Su maleta vieja la misma con la que llegó tres semanas atrás estaba junto a la puerta. Luis metía tarros de conservas, bolsas…
Buenos días dije en voz baja.
Mi suegra se volvió. Apretó los labios, asintió. En otra ocasión, me habría sentido intimidada, me habría apresurado a servirle té… Pero no esa vez.
He llamado un taxi para mamá dijo Luis sin mirarme. Llega en media hora.







