¿Crees que no hago nada por ti? ¡Intenta vivir sin mí! estalló la mujer.
Aquella noche, el silencio en la casa de Madrid era más pesado que nunca. Lucía removía lentamente la sopa mientras escuchaba el tictac del reloj de pared. Antes, ese sonido la irritaba, cuando la casa retumbaba con las voces de sus hijos, las risas y el bullicio constante. Ahora era su único compañero en el vacío de lo que antes fue un hogar vivo.
Lanzó una mirada rápida a su marido. Jorge, como siempre, estaba hundido en el móvil. La luz de la pantalla se reflejaba en sus gafas, creando destellos absurdos. Antes, eso le parecía reconfortante: ahí estaba él, en casa, a su lado. Ahora solo le producía una rabia sorda.
La cena está lista dijo, intentando que su voz sonara normal.
Asintió sin levantar la vista. Ella colocó los platos, los bonitos, de la vajilla que reservaba para ocasiones especiales. ¿Qué ocasiones especiales quedaban? Los hijos apenas venían, los nietos aún no existían. Solo quedaban ellos dos en esa casa grande, donde cada rincón guardaba recuerdos de tiempos mejores.
Sirvió la sopa, colocó con cuidado hierbas frescas perejil y cilantro del alféizar, que cultivaba expresamente para sus platos favoritos. Junto al plato, dejó pan recién cortado.
Jorge dejó el móvil y tomó la cuchara. Ella contuvo el aliento, esperando su reacción. La primera cucharada. La segunda. En la tercera, frunció el ceño.
Otra vez no sabe a nada masculló, apartando el plato.
Algo se rompió dentro de ella. Lucía miró sus manos, rojas por el agua caliente, con la piel áspera. Todo el día de pie: lavando sus camisas, planchando sus pantalones, cocinando esa maldita sopa. En el fogón, su té favorito seguía hirviendo, el que preparaba de una forma específica porque “si no, no sabe bien”.
Desvió la mirada hacia la pila de ropa planchada cada prenda doblada a la perfección, como a él le gustaba. Veinticinco años. Veinticinco años doblando esas malditas camisas de una manera concreta porque “si no, se arrugan”.
Sabes qué su voz tembló, pero no de lágrimas, sino de rabia. Si crees que no hago nada por ti, ¡prueba a vivir sin mí!
Él alzó la vista, mirándola de verdad por primera vez en toda la noche. En sus ojos había sorpresa, como si no pudiera creer que esa mujer callada y sumisa alzara la voz.
Lucía se levantó de golpe. La silla chirrió al desplazarse, pero le dio igual. Agarró su abrigo viejo, comprado hacía tres años porque “para qué quieres uno nuevo, este aún aguanta”.
¿Adónde vas? había inquietud en su voz, pero ella ya no escuchaba.
La puerta se cerró de un portazo. El aire fresco de la noche le golpeó el rostro, y por primera vez en años, Lucía sintió que podía respirar hondo. No sabía adónde iba. No sabía qué haría después. Pero, por primera vez en mucho tiempo, no sentía miedo ante lo desconocido, sino una embriagadora sensación de libertad.
El pequeño piso en el barrio de Chamberí la recibió con un silencio distinto. No el opresivo de antes, sino uno ligero, como flotando. No había relojes marcando los minutos de su vida, ni miradas reprobatorias, ni el eterno “¿por qué no?”.
Se despertó temprano la costumbre de años, levantarse a las seis para preparar el desayuno, planchar la camisa, hacer la mochila. Pero hoy era diferente. Lucía se quedó tumbada en la cama desconocida, observando cómo la luz del sol se deslizaba por la pared. Nadie la apuraba, nadie reclamaba su atención.
Puedo quedarme aquí susurró, y se rio suavemente al pensarlo.
Pero los viejos hábitos no se iban tan fácil. Sus manos se movían solas para tender la cama, limpiar el polvo, empezar la rutina de siempre. Se detuvo:
No. Hoy haré lo que yo quiera.
Se quedó mucho tiempo frente al espejo del baño, observando su reflejo. ¿Cuándo fue la última vez que se miró de verdad? No un vistazo rápido para comprobar que todo estaba en orden, sino realmente. Las arrugas alrededor de sus ojos eran más profundas, las canas más visibles. Pero sus ojos parecían vivos otra vez.
En la calle, el aire olía a hojas caídas y a café recién hecho de la cafetería de la esquina. Antes pasaba mil veces por allí, siempre de prisa, con la compra en la mano. “Gasto innecesario”, decía Jorge. Y ella asentía, convenciéndose de que el café en casa sabía mejor.
Sonó el timbre de la puerta. Lucía vaciló en la entrada, sintiéndose fuera de lugar en ese espacio acogedor.
Buenos días sonrió la joven barista. ¿Qué va a ser?
Yo dudó. ¿Qué me recomienda?
Podría sugerirle nuestro latte especial con caramelo y canela. Y tenemos unos croissants de almendra recién horneados.
Antes habría negado con la cabeza: demasiado caro, demasiadas calorías, ¿qué diría él? Pero hoy era otro día.
Sí, por favor. Y un croissant también.
Se sentó junto a la ventana, observando a la gente pasar. En la mesa de al lado, un grupo de chicas jóvenes reía a carcajadas. ¿Cuándo fue la última vez que ella rio así? No por cortesía, sino de verdad.
El primer sorbo del café le inundó la boca de dulzura. Cerró los ojos, disfrutando. Dios, ¿la vida podía ser así de sabrosa?
El móvil en su bolso permanecía en silencio. Por primera vez en veinticinco años, Jorge se despertaba sin desayuno preparado, sin camisa planchada, sin la comida lista. ¿Qué estaría haciendo? ¿Enfadado? ¿Desconcertado? ¿O ni siquiera había notado su ausencia, absorto en su teléfono?
¿Otro café? preguntó la barista al pasar.
Lucía miró el reloj vieja costumbre. Antes, a esta hora, ya habría vuelto del supermercado y estaría preparando la comida. Pero hoy
Sí, por favor. Y otro croissant.
El móvil sonó mientras guardaba sus pocas pertenencias en el armario del piso alquilado. “Pedro” su hijo mayor apareció en la pantalla. Dudó. Por primera vez, no quería contestar.
Hola dijo, más baja de lo habitual.
Mamá, ¿qué estás haciendo? su voz sonaba irritada, igual que la de su padre. Papá dice que te has ido. ¿Qué tontería es esta?
Lucía se sentó en el borde de la cama. ¿Cómo explicarle a su hijo adulto algo que ni ella misma entendía del todo? ¿Cómo hablarle de años de desesperación silenciosa, de sentirse invisible, de cómo su identidad se había disuelto en el cuidado de los demás?
Pedro, yo
¡Mamá, basta ya! la interrumpió. Eres una adulta. Vamos, que papá criticó la sopa. Siempre ha sido así, lo sabes. ¡No es para tanto!
Su tono era condescendiente, como si hablara con un niño caprichoso. Un nudo de rabia se le formó en la garganta. Incluso su hijo, al que había cargado en brazos, al que había dado tanto amor, no la veía como una persona con sentimientos propios.







