¿Tu madre cree que soy su criada? — Mi esposa se negó a seguir los caprichos de su suegra

Life Lessons

Había una vez, en un pueblecito de Castilla, una situación que hizo que mi paciencia se agotara por completo. Fue una tarde cualquiera, mientras freía patatas en la cocina de nuestra casa en Valladolid, cuando algo dentro de mí dijo basta.

El día había sido agotador. En la fábrica de tejidos donde trabajaba, el encargado no dejaba de exigir más producción, y para colmo, mi marido, Adrián, me avisó por teléfono: “Marisa, mi madre va a pasar por casa, ha estado en el mercado del pueblo”. Claro, como siempre. Doña Carmen nunca aparecía sin motivo. Siempre llegaba justo cuando yo regresaba cansada del trabajo.

Allí estaba, moviendo las patatas en la sartén, con los pies doloridos de llevar zapatos estrechos todo el día y la cabeza a punto de estallar. Solo deseaba sentarme, encender la radio y olvidarme del mundo.

“¡Marisa!” resonó su voz desde la puerta. “¿Dónde estás?”

Ni siquiera me giré. Sabía que entraría con sus zapatos de charol crujiendo por el pasillo, como si la casa fuera suya.

“Ah, aquí estás”, dijo Carmen con tono de superioridad, sentándose a la mesa como si fuera su derecho. Sacó su rosario y empezó a rezarlo mientras ordenaba: “Ponme un café y hazme un bocadillo. Vengo agotada”.

Me quedé inmóvil. Algo hizo clic en mi mente. Tres años. Tres años aguantando sus órdenes, sus “tráeme”, “hazme”, “arregla esto”. Como si yo no fuera su nuera, sino la criada a la que nunca pagaban.

“La cafetera está en el fogón”, respondí con una calma que ni yo misma reconocí. “El pan, en la alacena”.

Silencio. Uno de esos silencios que pesan como losas. Por el rabillo del ojo vi cómo alzaba la cabeza, lenta, como si no pudiera creer lo que escuchaba.

“¿Cómo?” Su voz se tornó gélida. “¿Qué te has creído?”

Apagué el fuego. Me sequé las manos con el paño de cocina, ese que ella misma nos regaló cuando nos mudamos. “Para que esté más acogedor”, dijo entonces. Me volví hacia ella.

“Me creo que soy una persona, no una sirvienta”, dije con serenidad. “También estoy cansada. También he tenido un día largo. Si necesita ayuda, pídamela como a una igual, no como a una empleada”.

Y entonces, como si el destino lo hubiera planeado, Adrián apareció en la cocina. Se quedó paralizado en el umbral, mirando de una a otra, perdido. Por supuesto, él siempre evitaba los conflictos como la peste.

“¡Adrián!” exclamó doña Carmen. “¡Mira cómo me responde tu mujer! Solo le pido algo mínimo”

No la dejé terminar. Me dirigí a mi marido:

“Adrián”, dije. “¿Tú me respetas?”

Afuera, los coches pasaban por la calle empedrada, las patatas se enfriaban en la sartén, y los tres permanecimos en silencio, como en un cuadro. De repente, sentí una paz extraña. Como si un peso que llevaba años cargando se hubiera quitado de encima.

Aquel día, mi marido callado y sumiso descubrió que su esposa ya no iba a tolerar más. La pelota estaba en su tejado.

Una semana después, doña Carmen seguía sin dirigirme la palabra, solo soltaba suspiros dramáticos al pasar. Adrián iba de un lado a otro como un perro apaleado, intentando fingir que no pasaba nada. Y yo por primera vez, me sentí dueña de mi propia casa.

Esa noche, me acurruqué en el sillón viejo del salón, ese que perteneció al padre de Adrián. El único recuerdo que mi marido pudo llevarse de su casa después de que su padre muriera. Doña Carmen armó un escándalo cuando se lo llevamos: “¡Cómo se atreven a llevarse su herencia!” Pero yo sabía que solo era otra forma de controlar a su hijo.

Intentaba leer una novela, pero las palabras se mezclaban en mi cabeza. ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado? ¿Por qué no podíamos vivir en paz, sin tanta interferencia?

“Marisa”.

Adrián estaba en la puerta, despeinado, con esa mirada de niño perdido que tanto me partía el corazón.

“¿No duermes?”, preguntó, incómodo.

“¿Y tú?”, respondí, cerrando el libro.

Él entró y se dejó caer en el sofá. “Es que estoy pensando”.

“¿En qué?”

Hizo una pausa, mirándose las manos. “Mi madre dice que que has cambiado”.

“Dejemos a tu madre fuera de esto”, interrumpí. “Hablemos tú y yo. Adrián, ¿alguna vez te has preguntado por qué me casé contigo?”

Se quedó sorprendido. “Pues porque me querías”.

“Porque me enamoré de un hombre valiente, que tomaba sus propias decisiones. ¿Recuerdas cómo me pediste matrimonio? En la plaza del pueblo, delante de todos. Tu madre se opuso, dijo que eras demasiado joven”.

“Sí”, admitió con una sonrisa débil. “Fue la primera vez que la desobedecí”.

“Y acertaste. Pero ahora ¿qué ha pasado? ¿Ahora ella decide en nuestro hogar?” Me incliné hacia él. “Tú creciste en una casa donde tu madre lo hacía todo. Pero esta es nuestra casa, y aquí las cosas serán diferentes. No seré tu criada, ni la de tu madre. Seré tu esposa. ¿Lo entiendes?”

El silencio fue largo. Solo se escuchaba el tictac del reloj de pared, otro regalo de mi suegra.

“Si para ti una esposa es solo quien te sirve, quizá deberíamos replantearnos qué queremos los dos”.

Adrián se estremeció. “¿Me estás amenazando?”

“No, cariño. Solo estoy cansada de ser la madre de un hombre de treinta años. Tu madre, al menos, es clara: le gusta mandar. Tú tú te escondes detrás de ella cuando hay que decidir, y detrás de mí cuando hay que trabajar”.

Permaneció callado. Noté cómo apretaba la mandíbula, cómo sus ojos brillaban con algo nuevo.

“¿Te acuerdas de cómo nos conocimos?”, preguntó al fin.

“En la feria del pueblo. Llevabas a tu perro”.

“Sí. Y te tiró al suelo. Yo temí que te enfadarías, pero te reíste y empezaste a jugar con él”.

“¿A qué viene esto?”

Él se encogió de hombros. “Es que tú siempre has sido fuerte. Y yo quizá me he aprovechado”.

Algo en mi pecho se estremeció. Lo miré, despeinado, confundido pero diferente.

“Adrián”, susurré. “Tenemos que decidir. No puedo seguir así”.

A la mañana siguiente, el sol entraba por la ventana sin cortinas. Adrián no estaba en la cama, pero en la cocina se escuchaban ruidos. Extraño, él siempre dormía hasta tarde los domingos

Me envolví en la bata y salí. Y me quedé helada en el umbral.

Doña Carmen estaba guardando sus cosas en su maleta de viaje, la misma con la que había llegado hacía semanas. Adrián le ayudaba, colocando tarros de conservas y paquetes con cuidado.

“Buenos días”, dije en voz baja.

Mi suegra se volvió. Apretó los labios, asintió. En otra ocasión, me habría sentido intimidada, habría ofrecido café pero no esa mañana.

“He llamado un coche de alquiler para mi madre”, dijo Adrián sin mirarme. “Llega en media hora”.

Me acerqué a la cocina. En el fogón, unos huevos revueltos ¡y no quemados! y una taza de café con leche.

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