**Diario de un Hombre**
El sol se despedía tras los cerros, tiñendo de dorado las lápidas del cementerio. Allí, entre cruces y flores marchitas, una madre visitaba la tumba de su hija. De pronto, su corazón se detuvo al ver a una niña desconocida sentada en el banco de piedra, susurrando al retrato grabado en el mármol.
Las cortinas gruesas apenas dejaban pasar los últimos rayos de luz, iluminando débilmente el lujoso tapiz persa del salón. El aire, antes perfumado por flores exóticas y esencias caras, ahora pesaba, electrizado, como antes de una tormenta.
¿Otra vez con Lucía? ¿En serio crees que debo cuidarla? La voz de Isabel, usualmente dulce y seductora, temblaba de rabia contenida.
Ella, impecable en su bata de seda, parecía esculpida en porcelana. Su mirada desafiante se clavaba en su esposo.
Ya hablamos de esto, Isabel. Dos sábados al mes. No es una petición, es una condición. Carmen necesita descansar, y mi “exmujer”, como te gusta llamarla, vive en otra ciudad. Lucía es mi sangre, Isabel. Y, por cierto, la hija de Elena. Tu antigua amiga.
La mención de Elena fue como un latigazo. Isabel apretó los labios, recordando aquella vez, meses atrás, cuando Lucía derramó zumo en el sofá. Ella la había agarrado del brazo, gritándole, hasta que apareció él. Sin alzar la voz, con una calma helada, le dijo:
Si la tocas otra vez, si le pasa algo por tu culpa te romperé los dedos. Uno a uno. ¿Entendido?
Entendió. Sabía que este hombre, que la rescató de la pobreza, no la amaba. La toleraba. Y ella le temía. Más que a volver a aquel piso minúsculo donde la esperaban sus padres borrachos.
Cambió el tono de inmediato, derramando lágrimas fingidas.
Javier, perdona no quise ofenderte. Es solo que tengo una cita médica, la esperé semanas
Pero Javier ya no escuchaba. Su atención estaba en la risa de Lucía, que jugaba en la habitación con la niñera. Su rostro se iluminó al tomarla en brazos, girándola en el aire.
Isabel los observaba desde el salón, el corazón lleno de odio. Era una intrusa en su propia casa. Y mientras Lucía existiera, siempre lo sería.
Un plan frío tomó forma en su mente.
Hizo que despidieran a Carmen, la niñera atenta, y la reemplazó con una estudiante distraída, Marta. El sábado, mientras Javier estaba fuera, vio desde la ventana cómo Marta se alejaba de Lucía para atender el teléfono.
Isabel salió, sonriendo.
Lucía, cariño, tu abuelo quiere llevarte a un lugar mágico. ¿Vienes?
La niña, confiada, asintió. En minutos, estaban en el coche.
El viaje fue largo. Los llantos de Lucía se ahogaban con la música a todo volumen. Al final, llegaron a un cementerio abandonado, rodeado de árboles añosos.
Este es tu nuevo hogar dijo Isabel, empujándola fuera del coche. Tu abuelo no te encontrará.
Lucía, aterrada, intentó correr tras el auto, pero Isabel aceleró sin mirar atrás.
Para Valeria, los sábados eran sagrados. Cada semana visitaba la tumba de su hija, Laura, en el cementerio del pueblo. Ese día, al acercarse, vio a una niña sentada frente a la lápida, susurrando.
¿Eres Laura? decía la pequeña, temblando. La tía Isabel me dejó aquí. Tú no me harías daño, ¿verdad?
El corazón de Valeria se encogió. Con cuidado, se acercó.
Hola, cariño.
La niña, al verla, se encogió de miedo.
¿Vas a pegarme?
No, cielo respondió Valeria, envolviéndola en su abrigo. Soy Valeria. Vamos a casa, ¿sí?
En su humilde vivienda, Lucía, exhausta, se durmió en sus brazos. Al despertar, pidió llamar a su abuelo.
Javier llegó en minutos. Al ver a su nieta sana, cayó de rodillas, abrazándola con un sollozo.
Esa noche, en la cocina de Valeria, hablaron. Él confesó su culpa por no haber estado para Elena. Ella compartió su dolor por Laura. Dos almas solitarias encontraron paz en sus palabras.
Al día siguiente, Javier volvió a su mansión. Isabel había huido, llevándose joyas y dinero. No sintió ira, solo alivio.
Pero algo faltaba.
Una tarde, Lucía lo miró seriamente.
Abuelo, ¿quieres ver a la tía Valeria? Ve. No inventes obstáculos que no existen.
Esa noche, llegaron al pueblo. Valeria, agitada, los recibió en su puerta.
¿Nos echas? preguntó Javier, con una sonrisa tímida.
Ella negó, roja como una muchacha.
Pasen. El agua para el té está lista.
Detrás de la valla, la vecina Reme sonrió, satisfecha. Tres corazones solitarios se habían encontrado. Y ahora, eran familia.
**Lección aprendida:** El amor verdadero no se busca en el lujo, sino en los gestos sencillos. A veces, las pérdidas nos guían hacia donde realmente pertenecemos.







