¡Si no te gusta mi madre, lárgate! —dijo el marido, sin esperar que su esposa lo hiciera

Life Lessons

¡Si no te gusta mi madre, lárgate! espetó el marido, sin imaginar que su esposa lo tomaría al pie de la letra.

El atardecer caía sobre el piso en Madrid donde vivían Lucía, su marido Javier y su suegra Carmen. Lo habitual era el silencio, pero ese día todo había salido mal desde el amanecer. El pequeño Mateo, de dos años, no paraba de lloriquear; Carmen no dejaba de poner pegas, y Lucía se sentía exhausta. Lo intentó todo: cocinó los platos favoritos de su suegra, limpió la vivienda, cuidó del niño. Pero nada bastaba para contentar a Carmen.

Lucía, has vuelto a doblar las toallas mal refunfuñó la suegra al pasar por el baño. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo? Las esquinas hacia dentro, no hacia fuera.

O también:

¡No le has abrigado bien al niño! Hace fresco y lo has puesto solo con una rebeca. ¡Se va a resfriar!

Lucía aguantaba. No discutía, confiando en que, con el tiempo, las cosas mejorarían, en que Carmen acabaría aceptándola a ella, a Mateo, a su vida en común. Javier, cuando la situación se ponía insoportable, se limitaba a callar. Si ella intentaba quejarse, él soltaba con indiferencia:

No le des importancia, Lucía. Mamá es mayor, tiene los nervios a flor de piel.

Lucía se esforzó por preparar un detalle para su aniversario de boda. Encargó una tarta pequeña, compró a Javier un cinturón de piel nuevo, algo que llevaba tiempo deseando. Quería organizar una cena íntima, solo para ellos tres bueno, cuatro, contando a Mateo.

El día del aniversario, con la cena casi lista y el niño, por suerte, dormido, Carmen montó su habitual escena. Esta vez, porque Lucía había «echado demasiada sal» a la sopa. Aunque la sopa estaba perfecta.

¡Esto no se puede comer! gritó la suegra, golpeando la cuchara contra la mesa. ¿Es que quieres envenenarnos? ¡No sabes cocinar ni lo más básico!

Lucía, agarrando el cucharón con fuerza, sintió que su ilusión se desvanecía. El aniversario, la tarta, la sorpresa todo al traste. Miró a Javier, sentado a la mesa con la mirada baja. Esperaba que, por una vez, la defendiera, que pusiera fin a aquel absurdo. Pero él guardó silencio.

Javier susurró ella. ¿No vas a decir nada?

Él se levantó y salió al pasillo. Lucía lo siguió.

Mamá tiene razón dijo él, sin mirarla. Siempre haces algo mal.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Lucía. Aquello era la gota que colmaba el vaso. Lo observó, pero él clavaba la vista en la pared.

¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? su voz tembló. ¿Hoy es nuestro aniversario! Yo he cocinado, he hecho lo imposible ¡Y tu madre!

Javier se volvió bruscamente. No había ira en su mirada, solo cansancio y una indiferencia heladora.

Si no te gusta mi madre, lárgate.

Las palabras sonaron tan frías, tan cotidianas, que Lucía tardó en asimilar su peso. Las dijo como si le diera un consejo, no como una sentencia. Luego, dio media vuelta y se encerró en su habitación. La cena arruinada. La celebración, arruinada. Todo, arruinado.

Lucía se sentó en la cama, abrazando a Mateo, que dormía. Las lágrimas se habían secado, dejando rastros salados en sus mejillas. Estaba en shock. «Lárgate». ¿Lo decía en serio? Aquel era su hogar. Su familia. ¿Tan fácilmente renunciaba a ella, a su hijo? No hizo las maletas. No podía creer que fuera real. Parecía una pesadilla que terminaría al amanecer.

Pasó un día. Luego otro. Javier no se disculpó. Se mostró frío, distante. Volvía del trabajo, comía en silencio y se encerraba con el ordenador. Casi no hablaba con ella. Jugaba con Mateo por obligación, sin la alegría de antes.

Cuando Lucía intentó hablar, él la cortó.

Mamá está muy dolida. Dice que la insultaste.

¿Que la insulté? no daba crédito. ¡Ella me gritó por la sopa!

Da igual cortó él. Depende de ti. Da el primer paso. Pide perdón. Quizá entonces lo olvide.

No había reconciliación en sus palabras. Solo un ultimátum. Y Lucía comprendió. Aquel no era su hogar. Ella era prescindible. La toleraban mientras cumplía con su papel. Pero en cuanto dejaba de ser perfecta, la descartaban como un objeto inútil. El miedo inicial dio paso a una certeza aplastante. Aquello no era una familia. Era un juego de lealtades unidireccionales. Ella debía fidelidad a Javier, a su madre, a sus caprichos. Pero ellos no le debían nada.

Miró a Mateo, dormido. Ni él ni ella tenían cabida allí. Aquel piso, aquel ambiente, la estaban matando. Poco a poco. Y Javier, su marido, lo permitía. Más aún: la empujaba al abismo.

Javier estaba en un bar con su amigo Álvaro. Hablaba pausado, midiendo cada palabra.

Oye, tío, esto con Lucía comenzó. Está todo muy tenso.

Álvaro tomó un sorbo de café.

¿Otra vez tu madre?

Javier asintió.

Sí. Mamá es mayor, tiene sus manías. Y Lucía no pone de su parte. Siempre protestando, ofendida.

Se sentía agotado. Cansado de discusiones, de las quejas de su madre, del resentimiento de Lucía. Quería paz.

Estoy harto de tanto drama continuó, abriendo las manos. A veces pienso ¿no sería mejor separarnos? Vivir en esta tensión constante Mamá por un lado, ella por otro. Y yo en medio. ¿Para qué?

Álvaro escuchó en silencio.

Se lo dije claro: si no te gusta mi madre, lárgate. ¿Qué más podía hacer? Mamá es sagrada. Me crió sola. Y Lucía nunca está contenta.

No había arrepentimiento en su voz. Solo rabia y ganas de deshacerse del problema. No asumía su culpa. Para él, el problema era Lucía, incapaz de llevarse bien con su madre. No quería admitir que el verdadero error era su pasividad, su negativa a defender a su esposa. Solo ansiaba que el conflicto desapareciera. Y en su mente, la única solución era que Lucía se marchara.

Al día siguiente, Lucía alquiló un piso pequeño cerca de allí. Lo encontró rápido, por un conocido. Recogió sus cosas en silencio, sin dramas. Javier estaba en el trabajo. Un conductor con una furgoneta ayudó a trasladar lo esencial: sus pertenencias, algunos juguetes de Mateo, unos cuantos libros. Nada más. Sin gritos, sin peleas, sin lágrimas.

Cuando Javier volvió, el piso parecía extrañamente vacío. Entró en el dormitorio. Al ver que las cosas de Lucía habían desaparecido, un escalofrío lo recorrió. En la cocina, su cena esperaba, intacta. Sobre la mesa, una nota breve, sin emoción:

«Hiciste lo que dijiste. Para hacerte la vida más fácil.»

Abajo, con letra pequeña: «Mateo está conmigo.»

Javier la leyó varias veces. ¿En serio se había ido? Estaba seguro de que pasaría unos días en casa de su madre, «reflexionaría», y luego volvería, suplicando

Rate article
Add a comment

19 − 12 =