Oye, te cuento una historia que me dejó el alma en vilo…
Lucía Fernández llegó agotada pero contenta a su casa en Madrid después de tres días de viaje con su marido, Javier. Era la primera vez en años que se iban sin los niños. Habían dejado a sus dos pequeños, Sofía (6) y Mateo (4), al cuidado de su madre, Carmen, una mujer de 68 años, enfermera jubilada que siempre decía adorar a sus nietos.
Lucía había dudado al principio. Últimamente, Carmen se despistaba muchoperdía las llaves, repetía las mismas historiaspero ella lo dejó pasar. “Tu madre los quiere más que a nada”, le decía Javier. “No te preocupes tanto.”
Al entrar, Lucía gritó: “¡Mamá, ya estamos aquí!” Pero solo recibió silencio. La casa estaba fría, demasiado quieta. No se oían los gritos de Sofía corriendo a abrazarlos, ni las risas de Mateo. Dejó las maletas y corrió al salón.
Y entonces lo vio. Sofía y Mateo estaban en el sofá, pálidos como la cera, sin moverse. Lucía se desplomó, sacudiéndolos. “¡Despertad, por favor!” Javier entró corriendo y se quedó petrificado. “Dios mío… Llama al 112, Lucía, ¡rápido!”
Los médicos llegaron enseguida, pero ya era tarde. Los niños no respondían. Lucía sintió que el mundo se le venía encima. Entre el caos, vio a Carmen sentada en la cocina, temblando, con una taza de té en las manos.
“¿Qué les hiciste?” le gritó Lucía, desesperada.
Carmen la miró con ojos nublados. “Estaban cansados… Les di un poco de medicina para que durmieran. No paraban de llorar por vosotros…”
Los informes forenses confirmaron que los niños habían tomado una dosis mortal de pastillas para dormirlas que le recetaban a Carmen por su insomnio. Las había triturado en su zumo, pensando que así se calmarían. Pero sus cuerpecitos no lo resistieron.
En el juicio, Carmen repetía: “No quería hacerles daño… Los quiero más que a mi vida.” Pero las palabras no devolvían a Sofía y Mateo. Los médicos dijeron que podía tener principios de alzhéimer, que ya no razonaba bien.
La condenaron a cinco años en un centro asistido. Lucía y Javier quedaron destrozados. Su casa, antes llena de vida, ahora era un cementerio de recuerdos: los dibujos de Sofía en la nevera, los coches de Mateo tirados en el suelo.
La culpa los consumía. “¿Por qué los dejé con ella?” Lucía se preguntaba cada noche, recordando la sonrisa de Sofía al despedirse: “Mamá, pásalo bien.”
Carmen les mandaba cartas pidiendo perdón, pero Lucía ni las abría. El dolor era demasiado.
Años después, frente a las lápidas de sus hijos, Lucía susurró: “Creí que os quería… Creí que estabais seguros.”
La historia corrió por toda España, hablando de los riesgos de cuidar a mayores con demencia. Pero para Lucía no era un debate. Era su vida, rota para siempre.
Y cada noche, al cerrar los ojos, aún escuchaba las risas de Sofía y Mateo, como un eco de lo que pudo ser y nunca fue.