En un pequeño pueblo de Castilla, rodeado de campos de trigo y olivares, vivía Don Ramón, un hombre de setenta años que había conocido tanto la prosperidad como la desgracia. A pesar de su edad, era uno de los terratenientes más ricos de la zona. Sus tierras se extendían hasta donde alcanzaba la vista, sus rebaños de ovejas pastaban en abundancia, y su nombre inspiraba respetoo al menos murmullosentre los vecinos.
Pero el dinero, como dicen por ahí, no llena todos los vacíos. Diez años atrás, Ramón había perdido a su primera esposa, Doña Carmen, una mujer de carácter que le había dado tres hijas. Las chicas ya estaban casadas, repartidas por distintos hogares, ocupadas con sus propias familias. Lo visitaban a menudo, pero él sentía un hueco. Por mucha riqueza que tuviera, no había un hijo que llevara su apellido, nadie que continuara el linaje como manda la tradición. Esa ausencia le corroía, convirtiéndose en una obsesión.
Aunque el pelo ya le nacía blanco y la espalda empezaba a doblarse, Ramón seguía creyendo que el destino le debía un varón, un heredero para sus tierras, sus rebaños y su orgullo. Fue ese deseo el que lo llevó a tomar una decisión que dejó al pueblo boquiabierto: se volvería a casar.
**La elección de Lourdes**
Su elección recayó en Lourdes, una chica de apenas veinte años, hija de una familia humilde del mismo pueblo. La vida no había sido generosa con ellos. La pobreza se colaba por las rendijas de su casa, las deudas crecían como la mala hierba, y su hermano pequeño sufría una enfermedad que requería medicinas que no podían pagar.
Lourdes era hermosa, con el rostro fresco como el agua de manantial, el pelo oscuro y largo, y unos ojos llenos de luz pero ensombrecidos por la pena. Sus padres, desesperados y acorralados por los acreedores, aceptaron la oferta de Ramón. A cambio de una suma considerable, prometieron la mano de su hija.
Ella no protestó en voz alta. Se tragó las lágrimas, sabiendo que su sacrificio quizá era la única forma de salvar a su hermano y aliviar el peso de su familia. La noche antes de la boda, se sentó con su madre a la luz tenue de una lámpara de aceite. Con la voz quebrada, susurró:
“Espero que me trate bien Haré mi deber.”
Su madre, enjugándose las lágrimas, no pudo hacer más que abrazarla con manos temblorosas.
**La boda**
La ceremonia fue modesta en gastos pero grandiosa en intención. Ramón quería que todo el pueblo viera que aún estaba “en forma”, que podía desposar a una chica joven suficiente para ser su nieta. Los músicos tocaron jotas, los vecinos llenaron la iglesia y luego el patio, cuchicheando y murmurando mientras veían a la pareja intercambiar votos.
“Pobrecilla”, susurraban algunas mujeres, compadeciendo a Lourdes.
“Míralo, a su edad qué ridiculez”, se burlaban otras.
Pero Ramón las ignoró. El pecho se le hinchó de orgullo al caminar junto a Lourdes. Para él, esto no era solo un matrimonioera la prueba de que aún tenía vigor, de que el destino no le había cerrado la puerta a su sueño de un hijo.
Lourdes, con el rostro cuidadosamente sereno, sonreía cuando debía, agradecía a los invitados y fingía alegría. Por dentro, el miedo y la resignación le anudaban el estómago.
**La tragedia**
Esa noche, el aire en la casa de Ramón olía a cordero asado y a vino de la fiesta. Los invitados se habían ido, y el silencio envolvía las paredes de adobe.
Ramón, vestido con su mejor traje, se sirvió un vaso de un licor medicinal que juraba le devolvería la juventud. Miró a Lourdes con ansia, los ojos brillantes de deseo y esperanza. Tomándole la mano con suavidad, le susurró:
“Esta noche empezamos nuestra nueva vida, mi reina.”
Lourdes forzó una sonrisa, con el corazón a punto de estallarle. Lo siguió al dormitorio, donde los esperaba una cama de madera robusta. Las velas parpadeaban, proyectando sombras que bailaban en las paredes.
Pero antes de que la noche pudiera desplegarse, la tragedia llegó. La expresión de Ramón se torció de repente; su respiración se volvió agitada. Se llevó las manos al pecho, tambaleó y cayó pesadamente sobre la cama.
“¡Don Ramón! ¿Qué le pasa?”, gritó Lourdes, temblando.
Corrió hacia él, lo sacudió, pero su cuerpo ya estaba rígido, el rostro pálido. Un gemido le escapó de la garganta, y luego silencio. El olor del licor fuerte flotaba en el aire como un cruel recordatorio de su intento inútil de desafiar a la edad.
**El caos**
Lourdes gritó pidiendo ayuda. Vecinos y familiares, aún despiertos, llegaron corriendo. Sus tres hijas, vestidas de luto aunque la noche apenas había terminado, irrumpieron en la habitación. Encontraron a Lourdes llorando junto al cuerpo sin vida de su padre.
El caos estallógritos, sollozos, pasos apresurados, confusión. Alguien llamó a un coche; llevaron a Ramón al hospital más cercano. Pero los médicos, tras examinarlo brevemente, negaron con la cabeza.
“Fue un infarto fulminante”, declaró uno. “El corazón no aguantó el esfuerzo.”
Y así, el sueño que había empujado a Ramón a casarse de nuevo se esfumó.
**La reacción del pueblo**
La noticia corrió más rápido que el amanecer. Para cuando salió el sol, todo el mundo lo sabía. La gente se agrupaba en corrillos, murmurando, algunos con pena, otros con una satisfacción cruel.
“Ni siquiera le dio tiempo a darle un hijo”, decían.
“El destino tiene su justicia.”
“Pobrecilla, viuda antes de ser esposa de verdad.”
Los comentarios le clavaban a Lourdes dagas invisibles, pero ella permaneció en silencio. Miraba al vacío, las lágrimas secas, el corazón entumecido. Recordó sus palabras a su madre”Haré mi deber”y le sonaron a una broma amarga.
**Las consecuencias**
El funeral fue grande, como correspondía a un hombre de su posición. Los músicos tocaron tonadas fúnebres, los vecinos acudieron, y sus hijas lloraron. Lourdes permaneció al margen, el velo cubriendo su rostro joven, atrapada entre dos papeles: demasiado joven para ser viuda, pero marcada para siempre como la segunda esposa de un hombre cincuenta años mayor.
El dinero que Ramón había pagado por el matrimonio alcanzó para saldar las deudas de su familia y pagar el tratamiento de su hermano. En ese sentido, su sacrificio dio fruto. Pero para Lourdes, el coste fue insoportable. Había cambiado su juventud, su libertad, por un matrimonio que duró menos de un día y la dejó cargada con una reputación que nunca podría sacudirse.
**Un futuro marcado**
Desde aquella noche, Lourdes cargó con la cruz de su destino. Cada vez que paseaba por el pueblo, la miraban con una mezcla de lástima y curiosidad. Algunos la llamaban “la viuda joven”, otros murmuraban “la mujer de Don Ramón”.
Con solo veinte años, sentía que su vida había terminado antes de empezar. Los sueños de amor, de elegir a su pareja, parecían imposibles. Había cumplido con su deber hacia su familia, pero al hacerlo, se había encadenado a un recuerdo que deseaba olvidar.
La noche de bod