Javier Mendoza siempre había sido el niño dorado de la familia Mendoza. Desde pequeño, había sido el orgullo de sus adinerados padres, pilares de la comunidad. Estudió en los colegios más prestigiosos, destacó en los deportes y, finalmente, heredó el próspero imperio inmobiliario de su padre. Su vida parecía perfecta: riqueza, influencia y la admiración de todos. Pero había un obstáculo que no podía superar: su madre, Isabel Mendoza.
Isabel, una mujer llena de vida y amor, quedó paralizada tras un accidente automovilístico cinco años atrás. Su existencia cambió por completo. De ser una matriarca fuerte e independiente, pasó a necesitar cuidados constantes. Javier, siempre impulsado por la ambición, no tenía paciencia para eso. Se vio obligado a reorganizar su vida para atenderla, y con los años, el resentimiento creció. Estaba harto de los recordatorios de su debilidad y, sobre todo, de cómo ella lo frenaba. Su padre había fallecido un año antes, dejándole la fortuna familiar, pero la condición de Isabel era un lastre.
Una tarde, mientras Javier y su madre estaban en el balcón de su hacienda, con vistas a los acantilados sobre el mar, un plan comenzó a formarse en su mente. El sonido de las olas rompiendo abajo le trajo una sensación de libertad. Si su madre no estuviera allí, podría vivir como quisiera: sin visitas al hospital, sin culpa, sin obligaciones.
Los pensamientos de Javier se tornaron oscuros. Podía hacerlo parecer un accidente. Conocía bien esos acantiladosmucha gente había caído allí a