Todos filmaban al niño agonizante, pero solo el motorista se arriesgó a salvarlo

Life Lessons

Todos grababan al niño moribundo, pero solo el motero intentó salvarlo.

El viejo motorista, con su chaqueta de cuero desgarrada, se arrodilló junto al chico y comenzó a hacerle RCP mientras los demás solo filmaban con sus móviles, paralizados por el miedo. Yo observaba desde mi coche, incapaz de moverme, mientras aquel hombre de más de setenta años apretaba el pecho del muchacho con manos temblorosas, su propia sangre manchando la camiseta blanca del joven.

La madre gritaba, rogando al cielo, suplicando ayuda, pero nadie se acercaba. Solo él. Su voz, áspera como el asfalto, contaba las compresiones mientras la vida se le escapaba a Daniel entre los dedos.

Los servicios de emergencia tardarían ocho minutos. Los labios del chico estaban azules. Y entonces, el motero hizo algo que nadie esperaba.

Empezó a cantar.

No eran instrucciones médicas. No eran rezos. Era “La Llorona”, entonada con un acento quebrado, mientras sus lágrimas se mezclaban con la barba gris. El aparcamiento enmudeció, solo roto por su voz y el ritmo de las compresiones: treinta, dos respiraciones, treinta, dos respiraciones. *”Salías del templo un día, Llorona…”*

El chico había sido arrollado por un conductor borracho camino al Mercadona. El motero fue el primero en llegar, tirando su Yamaha al suelo para esquivar el mismo coche. Mientras los demás llamaban al 112, él se arrastraba por el pavimento, sangrando, hasta alcanzar al muchacho.

“Agárrate, niño”, murmuraba entre versos. “Mi nieto tiene tu edad. No me dejes solo ahora.” Pero no era suficiente.

Me llamo Lucía Mendoza, y fui una de las cuarenta y siete personas que vieron cómo Ramón “El Lobo” Soto salvó una vida esa tarde. Pero nadie cuenta lo que le costó.

Lo había visto antes por el barrio. Era difícil no fijarse en él: un tipo alto, con un casco pintado con girasoles y una moto que sonaba a tormenta. Las madres apretaban a sus hijos al verlo. Los tenderos fruncían el ceño. La chaqueta de cuero y las cicatrices hablaban antes que él.

Hasta ese martes.

Estaba en el coche, revisando el WhatsApp, cuando escuché el golpe. El ruido de metal contra carne. Los frenos chillando. Y luego, el rugido de la Yamaha al caer, las chispas saltando mientras El Lobo se arrastraba hacia Daniel.

El chicollevaba el uniforme del Mercadona, seguramente llegando tardehabía volado seis metros. Cayó como un trapo, los brazos torcidos, un charco rojo creciendo bajo su cabeza.

La gente salió de sus coches, formando un círculo. Los móviles se al

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