Mi hijo me abandonó en una residencia de ancianos… y ahora me pide dinero para su boda

Life Lessons

**Diario de una madre sabia**

Nunca pensé que mis últimos años olieran a lejía y puré frío. Soñaba con los setenta pintada de carmín, bailando sevillanas en la plaza Mayor, cotilleando con las vecinas en la tertulia del bar y tomando café con churros mientras discutíamos de toros o de fútbol. Pero no. La vida me arrastró a una residencia llamada “Atardecer Dorado”, que suena bonito pero tiene más normas que un cuartel.

Mi hijo me dejó un miércoles, después de la comida.
Mamá, aquí estarás mejor dijo con esa voz de cordero degollado que usa cuando va a hacer algo ruin. Tendrás compañía, médicos, talleres de manualidades
Ah, estupendo le contesté. Pues tráeme también la tarjeta del banco y me apunto a un viaje recreativo a las Bahamas.
No respondió. Me dio un beso fugaz, de esos que das para escapar antes de que te remuerda la conciencia, y se marchó. Me quedé mirando el techo, con ese olor a amoníaco que se pega a los huesos, pensando que si esto era “lo mejor”, prefería el infierno.

Los primeros días fueron un suplicio. No dormía: mi compañera, Rosario, ronca como un motor diésel; y la otra, Visitación, esconde los cubiertos “para ver si alguien los echa de menos”, como si fuera un juego macabro. Pero me adapté. A los viejos nos creen frágiles, pero no saben cuánto aguantamos cuando no hay alternativa. Hago gimnasia suave (aunque parezco un muñeco de trapo descosido), juego al mus los viernes y, de paso, me hice amiga de un caballero encantador, don Julián, que me pide en matrimonio cada tarde.
Señora, juntos seríamos la envidia del barrio dice con un clavel de plástico en la mano.
Claro, Julián, pero primero apréndete mi nombre le respondo.
Él se ríe. Yo también. La verdad, no me va tan mal.

Hasta que un domingo, mi hijo apareció de sopetón. Llevaba esa sonrisa de niño pidiendo chuches que conozco desde que tenía cuatro años.
¡Maaamáá! arrastró las sílabas como si quisiera una bicicleta nueva.
Dime, ¿qué has roto ahora? pregunté, cruzando los brazos.
Nada. Es que me caso.

Lo miré con escepticismo.
¿En serio? ¡Vaya noticia! No sabía que hubiera alguien tan temerario.
Se rió, incómodo. Yo no.
Bueno, mamá, como las bodas son caras pensé si podrías echarme un cable.
¿Un cable? ¡Si me metiste aquí porque decías que no cabía un alfiler en tu piso! ¿Y ahora quieres que pague el banquete?
Puso cara de perro apaleado. Yo le devolví la mirada de quien ya ha visto demasiados perros y sabe que siempre orinan el mismo zapato.

A ver si lo entiendo continué. Me abandonas entre abuelas que se pelean por la tele y ahora quieres mi dinero para comer jamón ibérico en tu boda.
No es jamón, mamá, es un restaurante con clase.
Clase la tuya. ¿Por qué no os casáis aquí? Les presto a mis amigas del mus de testigos y a don Julián lo disfrazamos de cura. ¡Hasta sabe decir “acepto”!

Se puso rojo como un pimiento.
Mamá, hablo en serio.
Yo también dije. Y si queréis fiesta, haced una de traje: cada uno lleva su bocadillo y todos contentos.

Se agarró la cabeza.
No puedo creer que no quieras ayudarme.
Ay, cielo suspiré. Yo ya ayudé: te parí, te limpié el culo, te consolé cuando te dejó tu primer amor y hasta firmé tu préstamo para el coche. Mi contrato de madre bancaria caducó.

Se quedó mudo. La cuidadora, que pasaba por ahí, me guiñó un ojo. Creo que todas las abuelas del lugar me hubieran vitoreado.

Al final, no le di dinero. Pero sí algo mejor: un consejo de esos que valen más que un talón.
Escucha, hijo. Para casarse hacen falta tres cosas: amor, paciencia y ganas de aguantarse. Lo demás el local, el vestido, el catering se paga a plazos. Y esos plazos no los voy a firmar yo.

Suspiró, me besó en la frente y se fue cabizbajo.
Yo me quedé mirando por la ventana del comedor, sonriendo. Porque entendí que aún tengo algo que darle: no dinero, sino sabiduría.

Esa noche, don Julián volvió a pedirme matrimonio.
¿Qué dice, vecina? ¿Nos casamos y celebramos con tortilla de patatas?
Solo si prometes no roncar en la luna de miel le respondí.

Reímos los dos.

Y mientras la residencia se sumía en silencio, con su olor a caldo y a recuerdos, pensé que quizá no estoy tan mal aquí. Sigo siendo útil, sigo enseñando, sigo viva.
Y cuando llegue el día de la boda de mi hijo si me invita, claro, iré vestida de rojo, con el bastón más reluciente del lugar, y brindaré con mis amigas del mus.
Porque, aunque me haya dejado aquí, aún tengo algo que él no tiene: experiencia y mucha mala leche.

Rate article
Add a comment

6 − 2 =