Aquella noche, eché a mi hijo y a mi nuera de casa y les quité las llaves. Llegó un momento en el que me di cuenta: basta.
Ha pasado una semana y aún no me creo lo que hice. Eché a mi propio hijo y a su mujer de mi casa. ¿Y saben qué? No siento ni un ápice de culpa. Porque fue el colmo. Ellos mismos me obligaron a tomar esa decisión.
Todo empezó hace seis meses. Volví del trabajo, como siempre. Cansada, solo quería un té y un poco de silencio. ¿Y qué me encuentro? En la cocina están mi hijo, Álvaro, y su esposa, Lucía. Ella corta queso, él sentado a la mesa leyendo el periódico, como si nada, y me dice con una sonrisa:
¡Hola, mamá! Decidimos venir a visitarte.
A primera vista, nada malo. Siempre me alegro cuando viene Álvaro. Pero luego entendí: aquello no era una visita. Era una mudanza. Sin avisar, sin pedir permiso. Entraron en mi casa y se instalaron.
Resulta que los habían desahuciado del piso que alquilabanno pagaban el alquiler desde hacía seis meses. Ya les había advertido: ¡no vivan por encima de sus posibilidades! Busquen algo más modesto, ajusten sus gastos. Pero no. Querían el centro de Madrid, un piso reformado, balcón con vistas. Y cuando todo se vino abajo, corrieron a casa de mamá.
Mamá, solo será una semana. Lo juro, ya estoy buscando piso insistió Álvaro.
Yo, como tonta, le creí. Pensé: bueno, una semana no es el fin del mundo. Somos familia. Tengo que ayudar. Si hubiera sabido en lo que acabaría todo
Pasó una semana. Luego otra. Después, tres meses. Nadie buscaba piso. En vez de eso, se instalaron como si la casa fuera suya. No preguntaban, no ayudaban, no colaboraban. Y Lucía Dios mío, cómo me equivoqué con ella.
No cocinaba, no limpiaba. Pasaba los días con las amigas y, cuando estaba en casa, se tumbaba en el sofá con el móvil. Yo llegaba del trabajo, hacía la cena, lavaba los platos, y ellacomo si fuera una huésped en un hotel. Ni siquiera lavaba su propio vaso.
Un día, sugerí con cuidado: quizá podrían buscar un trabajo extra. Les vendría bien. La respuesta fue inmediata:
Nosotros sabemos lo que hacemos. Gracias por la preocupación.
Yo los mantenía, pagaba el agua, la luz, el gas. Ellos no ponían ni un euro. Y aún se enfadaban si algo no era como querían. Cada palabra mía se convertía en un drama.
Y entonces, hace una semana. Noche avanzada. En la cama, sin poder dormir. En el salón, la televisión a todo volumen, Álvaro y Lucía riendo, hablando fuerte. Yo tenía que levantarme a las seis de la mañana. Salí y dije:
¿Van a dormir o no? ¡Tengo que madrugar!
Mamá, no empieces contestó Álvaro.
Doña Carmen, no monte un número añadió Lucía, sin mirarme siquiera.
Fue la gota que colmó el vaso.
Hagan las maletas. Mañana no están más aquí.
¿Qué?
Me han oído. Fuera. O les ayudo a empacar.
Cuando me di la vuelta, Lucía soltó una risita. Fue su error. Agarré tres bolsas grandes y empecé a meter sus cosas dentro. Intentaron detenerme, suplicaron, pero ya era tarde.
O se van ahora, o llamo a la policía.
Media hora después, las maletas estaban en el pasillo. Les quité las llaves. Ni una lágrima, ni un arrepentimiento. Solo enfado y reproches. Pero ya me daba igual. Cerré la puerta. La eché la llave. Y me senté. Por primera vez en seis mesesen silencio.
¿Adónde fueron? No lo sé. Lucía tiene padres, amigas, siempre hay un sofá donde caer. Sé que no se quedaron en la calle.
No me arrepiento. Hice lo que tenía que hacer. Porque esta es mi casa. Mi castillo. Y no voy a dejar que nadie lo pisotee con los pies sucios. Ni siquiera mi hijo.
A veces, decir “no” es la mayor prueba de amor. Porque solo quien se respeta puede respetar de verdad a los demás.