—Tío, llévate a mi hermanita pequeña — hace mucho que no come nada — se giró bruscamente y se quedó paralizado de asombro.

Life Lessons

Tío, llévate a mi hermanita, hace mucho que no come dijo de repente, girándose y congelándose de sorpresa.
Tío, por favor llévatela. Tiene mucha hambre

Aquella voz suave, llena de desesperación que logró abrirse paso entre el bullicio de la calle, tomó a Ignacio por sorpresa. Iba con prisa, más bien, corría como si un enemigo invisible lo persiguiera. El tiempo apremiaba: millones de euros pendían de una decisión que debía tomarse hoy mismo en la reunión. Desde que perdió a Rita, su mujer, su luz, su apoyo, el trabajo se había convertido en el único sentido de su vida.

Pero aquella voz

Ignacio se volvió.

Delante de él había un niño de unos siete años, delgado, despeinado, con los ojos llenos de lágrimas. En sus brazos llevaba un pequeño bulto del que asomaba el rostro de una bebé. La niña, envuelta en una manta raída, gemía suavemente, mientras el niño la apretaba contra sí como si él fuera su único refugio en un mundo indiferente.

Ignacio dudó. Sabía que no podía perder tiempo, que debía seguir. Pero algo en la mirada del niño, o en ese sencillo «por favor», le llegó al alma.

¿Dónde está vuestra madre? preguntó él, agachándose a su altura.

Prometió volver pero hace dos días que no aparece. Espero aquí, por si acaso la voz del niño temblaba, igual que sus manos.

Se llamaba Javier. La bebé era Lucía. Estaban completamente solos. Ni una nota, ni explicaciones, solo la esperanza a la que el niño de siete años se aferraba como un náufrago a un salvavidas.

Ignacio les ofreció comprarles comida, llamar a la policía, avisar a los servicios sociales. Pero al oír «policía», Javier se estremeció y susurró con dolor:

Por favor, no nos separen. Se llevarían a Lucía

Y en ese momento, Ignacio entendió que no podía marcharse.

En la cafetería más cercana, Javier comió con avidez, mientras Ignacio alimentaba con cuidado a Lucía con leche comprada en la farmacia. Algo olvidado comenzó a despertar dentro de él, algo que había estado enterrado bajo una coraza fría.

Llamó a su asistente:

Cancela todas las reuniones. Hoy y mañana también.

Al rato llegaron los agentes: Martínez y Navarro. Las preguntas de rigor, los trámites habituales. Javier apretaba la mano de Ignacio con desesperación:

¿No nos llevarás a un orfanato, verdad?

Ignacio no sabía de dónde salieron sus propias palabras:

No lo haré. Te lo prometo.

En la comisaría comenzaron los trámites. Intervino Lara, una antigua amiga y trabajadora social experimentada. Gracias a ella, todo se resolvió rápido: una custodia temporal.

Solo hasta que encuentren a su madre repetía Ignacio, más para sí mismo. Solo temporalmente.

Los llevó a su casa. En el coche reinaba un silencio sepulcral. Javier no soltaba a su hermana, sin hacer preguntas, solo susurrándole cosas dulces, palabras de consuelo.

El piso de Ignacio los recibió con amplitud, alfombras suaves y ventanales con vistas a la ciudad. Para Javier, era como un cuento de hadas: nunca había conocido tanto calor y comodidad.

Ignacio, sin embargo, se sentía perdido. No sabía nada de biberones, pañales o rutinas infantiles. Tropezaba con los paquetes de pañales, olvidaba las horas de comida o de sueño.

Pero Javier estaba ahí. Callado, atento, tenso. Observaba a Ignacio como a un extraño que podía desaparecer en cualquier momento, pero también ayudaba: meciendo a Lucía con ternura, cantándole nanas, acostándola con una delicadeza que solo poseen quienes lo han hecho muchas veces.

Una noche, Lucía no podía dormir. Lloriqueaba, se movía inquiet

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