El travieso Кузя: aventuras de un gato callejero en Madrid

Life Lessons

**Diario de un hombre y su gata**

La boda terminó, los invitados se fueron y mi hija se mudó con su marido. El piso se quedó vacío. Después de una semana soportando el silencio, mi mujer y yo decidimos comprar una mascota. Queríamos algo que sustituyera dignamente a nuestra hija y mantuviera vivos nuestros instintos paternales: alimentar, educar, sacar a pasear y limpiar los desastres ajenos. Además, yo esperaba que, a diferencia de mi hija, el animal no me contestara, no me robara los cigarrillos ni rebuscara en la nevera por las noches. No teníamos claro qué comprar, así que decidimos elegir sobre la marcha.

El domingo fuimos al Mercado de San Antón. A la entrada vendían simpáticos cobayas. Miré a mi mujer con interrogación.

No cortó ella, la nuestra fue terrestre.

Los peces eran silenciosos, y los loros, con su parloteo y plumaje llamativo, le provocaban alergia por el polvillo de las plumas. A mí me gustó un mono cuyos gestos me recordaban a mi hija en la adolescencia. Pero mi mujer amenazó con tumbarse entre nosotros como un cadáver, así que cedí. Total, con el mono apenas llevábamos cinco minutos, y a mi mujer ya le tenía costumbre.

Solo quedaban perros y gatos. Pero los perros hay que sacarlos a pasear sin parar, y los gatos dan demasiado trabajo: no me veo vendiendo gatitos en la puerta del metro. Así que elegimos un gato.

A nuestro gato lo reconocimos al instante. Estaba tumbado en un acuario de metacrilato, rodeado de gatitos torpes. Los pequeños hundían sus hocicos húmedos en su peludo vientre mientras movían las patas soñolientas. El gato dormía. En el acuario colgaba un cartel: *Cuco*. La vendedora nos contó una triste historia sobre su difícil infancia, cómo un perro con el que había crecido casi lo mató y el pobre ya no tenía lugar en aquel piso.

Era un persa gris, de aspecto noble, aunque sin papeles que confirmaran que su nariz aplastada no era una malformación. Según los documentos perdidos, su nombre oficial era *César*, pero respondía sin problema a *Cuco*. Y así nos lo llevamos.

El viaje a casa fue tranquilo. Cuco ronroneó suavemente bajo el asiento del coche. Ya en el portal, mi mujer, sabiendo mi opinión sobre la mutilación, preguntó con sorna:

¿Estás seguro de que no está castrado?

Me tensé. No por intolerancia hacia las minorías, sino porque un gato castrado me recordaba a Quasimodo, mutilado sin piedad. Extendí a Cuco en el rellano y le hice un examen rápido. En la penumbra, sus genitales cubiertos de pelo eran invisibles, y su barriga peluda estaba llena de nudos. Intenté imitar a un zoófilo y pasé la mano por su entrepierna. El gato aulló, pero el “equipamiento” parecía estar en su sitio.

Ese día, mi hija apareció para saquear la nevera. Al ver a Cuco, dejó el pastel medio comido y se abalanzó sobre él. Entre ella y mi mujer lo metieron en la bañera, lo lavaron con champú infantil, lo envolvieron en una toalla (la mía, por alguna razón) y lo secaron con el secador.

Cuando Cuco recuperó su digno aspecto, mi mujer empezó a peinarlo, cortando los nudos. El gato protestó con maullidos. Yo, para no estorbar, me retiré a la cocina con una cerveza.

De pronto, un maullido desgarrador y un estruendo rompieron la paz. Sonaron cristales rotos y un alarido. Dejé la botella y fui a ver. Mi mujer estaba en el sofá, balanceándose al ritmo de sus gemidos, con las manos llenas de arañazos sangrantes. A su lado, había unas tijeras y mechones de pelo. Mi hija y yo nos acercamos.

¿Qué pasó?

Ella nos miró con ojos angustiados y volvió a gritar:

¡Los hueeeevos!

¿Qué huevos?

¡Se los cortéééé!

¿A quién?

¡Al gatooo!

No soy médico, pero dudo que esas cosas se desprendan así. Menos en los gatos.

Intentamos entender qué había pasado entre sollozos. Soy paciente, pero en ese momento me entraron ganas de estrangularla. Siempre me pasa con las mujeres que lloran. Por compasión, como a un soldado herido, para que no sufra ni torture a los demás con sus lamentos.

Finalmente, abrió los puños. En sus palmas ensangrentadas y húmedas de lágrimas había dos bolitas peludas, con gotas de sangre en la grisácea piel. Resulta que al cortar los nudos entre sus patas, el gato se movió. Las tijeras, que apuntaban a un mechón, cayeron sobre lo que pillaron. Y según ella, eran sus huevos.

Entre lágrimas y mocos, entendimos que el gato había rugido de dolor, se había escondido bajo el sofá tras arañarle las manos y, de paso, romper un jarrón. Si me hubieran hecho eso, habría mordido cabezas y destrozado la casa. Se lo dije, y ella volvió a llorar.

Mi hija y yo, armados con una fregona, nos arrastramos por el suelo. Bajo el sofá, en el rincón más polvoriento, brillaban los ojos ámbar del recién estrenado castrado. El gato gruñía. Ni los cantos ni las salchichas lo convencían. Como hombre, lo entendía.

Mi hija lo empujó con la fregona mientras yo intentaba agarrarlo. El muy listo no se relajó, arañando el mango de madera. Al final, se aferró a la fregona y se acercó. ¡Dios, qué aspecto! Ojos amarillos desquiciados, telarañas en el hocico y el polvo de siglos en el rabo. En media hora, mi mujer había convertido a un elegante persa en un mendigo castrado. Hasta me entristeció la analogía.

Lo abracé y le rascé detrás de las orejas. Poco a poco, se calmó, relajó las patas y empezó a ronronear. Ronroneaba fuerte, con los ojos medio cerrados. Mi mujer debía haberse equivocado: nadie ronronea después de una castración.

Ella, de puntillas, farfulló:

¿Le duele? ¿Está respirando mal? ¡Llamaré a urgencias!

El gato abrió un ojo nublado y, al ver a su verdugo, se tensó. Casi parece que iba a ponerse a toser. Las aparté y me lo llevé a la cocina.

Bebimos cerveza y charlamos para relajarnos. Le conté lo difícil que es ser hombre en un piso lleno de mujeres, y Cuco me entendía con sus ronroneos. Luego se tumbó panza arriba en mis piernas, reconfortándome con su vibración. La confianza me llevó a revisarlo. Moví sus patas con tacto, pero la inspección fue decepcionante: no había rastro de atributos masculinos. Bebí otro trago y aparté el pelo. Nada. Nunca los había tenido. En mis piernas había una gata. Una preciosa persa, con el vientre redondeado. Lo que mi mujer cortó eran mechones enredados con un poco de sangre.

No fuimos a ajustar cuentas con la vendedora. Las experiencias compartidas nos unieron. Ya no se llama Cuco. Y ayer, *Cuca* tuvo cuatro gatitos. En casa, otra vez hay niños.

**Lección:** Antes de jugar a ser cirujano, asegúrate de qué estás cortando. Y nunca subestimes el instinto maternal ni el de una gata preñada.

Rate article
Add a comment

16 − 10 =