La niña en los escalones

Life Lessons

**Diario de una mañana inesperada**

Casi no la veo. Entre el bullicio de las reuniones de lunes, el taconeo acelerado y el zumbido de llamadas que rebotaban entre los rascacielos de cristal, todo era un borrón. Pero cuando Adrián Méndez, socio principal de uno de los bufetes más implacables de Madrid, salió del vestíbulo de mármol y se ajustó los gemelos de su camisa, algo lo detuvo.

Ahí, en la base del edificio, estaba sentada una niña. No tendría más de seis o siete años. Llevaba un vestido amarillo descolorido, las rodillas pegadas al pecho, sobre una manta azul extendida con cuidado en los fríos escalones de piedra. Delante de ella, alineados con precisión, cinco juguetes: un oso de peluche gastado, un dinosaurio de plástico, una muñeca rosa con el pelo enredado y dos figuras irreconocibles, hechas a mano.

Lo que impactó a Adrián no fue solo su presencia solitaria en pleno distrito financiero. Fueron sus ojosgrandes, grises, demasiado serenos para alguien tan pequeño y fuera de lugar. La ciudad pasaba a su alrededor en un remolino de trajes carísimos y prisas. Casi nadie la miraba. Solo esquivaban el borde de su manta, evitando involucrarse.

Miró su reloj: 8:42. Tenía dieciocho minutos antes de plantarse ante el consejo para explicar por qué una fusión de millones no podía fracasar por un papel sin firmar. Dieciocho minutos para seguir escalando la montaña que había subido toda su vida.

Pero no podía apartar la vista.

Se acercó. Ella alzó la mirada sin pestañear.

¿Estás perdida? preguntó, suavizando su voz pese a la tensión que sentía.

Ella negó con la cabeza.
No.

Frunció el ceño.
¿Dónde está tu mamá? ¿Y tu papá?

De nuevo, sus hombros se encogieron en un gesto demasiado adulto para su cuerpecito.
No sé.

Escudriñó los alrededores. Alguien habría llamado a seguridad. Quizá era una broma de mal gusto. Pero nadie se detenía. Nadie aminoraba el paso.

Se arrodilló para estar a su altura, cuidando de no arrugar el pantalón del traje.
¿Cómo te llamas? preguntó.

Lucía contestó ella, con una voz tan suave que casi se perdió bajo el ruido de la ciudad.

Lucía repitió, como si pronunciar su nombre lo anclara a algo real. ¿Tienes hambre?

Ella no respondió de inmediato. Luego abrazó al oso de peluche con fuerza.
Mamá me dijo que esperara aquí. Que volvía enseguida.

Algo se retorció en su pechoun dolor desconocido para el que no tenía tiempo.

¿Y cuándo te dijo eso?

Lucía miró más allá de él, como si intentara ver a través de los edificios a una madre que no regresaba.
Ayer.

La boca de Adrián se secó. Se balanceó sobre los talones. Una parte de él quería levantarse, sacudirse y marcharse. Llamar a la policía, que otro lo resolviera, porque no era su problema. Tenía una reunión. Un contrato que salvar. Un nombre que proteger.

Pero entonces Lucía hizo algo que destrozó sus excusas: le tomó la mano y dejó el dinosaurio en su palma.

Para usted dijo, con tanta sencillez que su garganta se cerró.

Miró al pequeño dinosaurio verdeun juguete que no valdría ni un euro en una gasolinera. Pero en sus ojos serios, no tenía precio.

Lucía dijo, forzando su voz a mantenerse firme, no puedo dejarte aquí. ¿Vienes conmigo un rato? Buscaremos ayuda.

Ella dudó, mirando su fila de juguetes. Luego, con cuidado metódico, los guardó uno a uno en una bolsita de tela. Lo miró de nuevo y asintió.

Adrián se levantó y le tendió la mano. Ella la tomó sin decir nada.

Al cruzar las puertas giratorias, el mármol del vestíbulo le pareció más frío que nunca. La recepcionista alzó la vista, desconcertada, pero no dijo nada al ver a la niña a su lado.

En el ascensor, su reflejo mostraba un traje impecable, una corbata de seda, un reloj carísimo. Junto a él, el vestido amarillo de Lucía era una mancha de inocencia en la grisura corporativa.

Su móvil vibró: *Reunión en 7 minutos*. Lo silenció.

Cuando las puertas se abrieron en la planta 25, las miradas se volvieron hacia ellos. Su asistente, Marta, se acercó rápidamente.

Señor Méndez, el consejo le espera. ¿Quién es?

Ella es Lucía dijo simplemente. Cancela mi mañana.

¿Señor?

Cancélala, Marta.

Y con eso, guió a la niña frente a la sala de juntas, bajo miradas incrédulas, hasta su despacho con vistas a la ciudad que no la había visto. La sentó con delicadeza en el sofá de piel junto a la ventana, donde podía observar a la gente allá abajo.

Vuelvo enseguida le dijo suavemente.

Ella asintió, abrazando al oso, sus ojos reflejando el horizonte.

Cuando Adrián se volvió hacia el alboroto del pasilloasociados impacientes, preguntas susurradas, un problema de millones, el mismo dolor regresó.

Por primera vez en años, entendió que no todas las cosas que valían la pena salvar venían con un contrato firmado.

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