José, ¿me estás tomando el pelo? dice Almudena, alzando la voz mientras revisa el interior de su mochila. ¿Quieres que la dejes a tu madre en medio del frío, sin luz ni agua? protesta él, escarbando entre las cosas. ¿Harías eso con tus propios padres?
Mis padres nunca me tratarían así. Saben que tengo una familia y no me meten en sus juegos de poder responde Almudena, intentando calmar la discusión.
No es cuestión de aburrirte, sabes que tengo que ayudar interrumpe José, moviendo la mano en gesto de negativa.
Lo entiendo, pero me duele. No es solo que los hijos pronto olviden el nombre de su padre, es que ni siquiera intentas enseñarle a ser independiente.
Que cocine ella misma la gachas, que se las arregle. Tú decide dónde está tu familia: en el pueblo o aquí, en la ciudad.
Almudena da media vuelta y se dirige al dormitorio. Al cabo de unos segundos el pestillo de la puerta suena y José se marcha. Ella se queda sola, con los niños a los que había prometido una excursión al parque.
Mientras tanto, el padre vuelve a huir de la familia y la carga recae otra vez sobre Almudena.
Hace dos años la escena era distinta. Almudena recuerda con claridad el día en que fueron a visitar a sus padres, llevando consigo a la suegra Carmen para que no se quedara sola. La convivencia con los suegros resultaba aceptable.
Bebían té con bizcochos bajo un toldo de parra cuando a Carmen se le ocurrió una idea que cambiaría la vida de Almudena.
¡Qué bien se vive aquí! exclamó, inhalando profundo. Debería mudarme a una casa privada, a mi edad. Tranquilidad, aire fresco
La madre de Almudena solo sonrió. Al principio pensó que Carmen estaba soñando despierta.
Aquí es agradable cuando uno es invitado replicó la suegra. Pero sin marido nada se arregla en casa. No es un hotel. Siempre hay que reparar y arreglar. Y tú, Carmen, no estás hecha para la casa.
Carmen frunció el ceño, aunque no había nada que le doliera. No se sentía perezosa, pero vivía en un estado de cansancio crónico, aun cuando no hacía nada.
Yo no pienso encargarme de la granja ni de los invernaderos. Aquí solo hay gallinas y cerdos; a mí me basta con flores y árboles.
Para quedarme a la sombra contemplando la belleza. Y a los nietos les encantará. Les compraré una piscina inflable; correrán por el césped en vez de inhalar gases y polvo.
Las plantas también necesitan cuidados. No puedes quedarte en el apartamento todo el día sin hacer nada. Una vez a la semana quita el polvo, dos días limpia el suelo, aspira y descansa aconsejó la madre de Almudena, indulgente.
¿Crees que manejamos la granja por amor al trabajo? resopló el yerno. En palabras todo suena bonito, pero la casa es una caldera sin fondo.
Hoy el calderón se rompe, mañana el tejado, pasado mañana la valla. Todo cuesta dinero. Y seguimos apretándonos.
No hay problema, lo solucionaremos. No estoy sola replicó Carmen, lanzando una mirada a José.
Almudena arqueó una ceja, pero se mantuvo callada. Convencer a la suegra era más difícil que persuadir a un gallo hambriento de que no se coma la col.
Esa misma tarde Carmen dejó de discutir con los suegros y se quedó sonriendo misteriosamente, como la Mona Lisa. Seis meses después ya mostraba con orgullo su nueva casa, disfrutando del perfume de rosas del jardín vecino. La vivienda era cómoda, sin duda alguna.
¿Lo veis? ¡Ahora estoy en vuestra ciudad, ni un paso atrás! afirmó la suegra con seguridad.
Pero la felicidad duró poco. Primero Carmen pidió a su hijo que le ayudara con una reforma ligera. El trabajo se prolongó medio año, ya que José solo trabajaba los fines de semana.
Almudena gruñía, pero aguantaba. Creía que la obra acabaría y la vida volvería a la normalidad.
Cuando la pintura del cercado se secó y los nuevos empapados adornaron las paredes, quedó claro que la lista de tareas no terminaba.
Primero se cortó la luz en la casa de la suegra casi dos días seguidos. También se fue el agua. José fue a la madre de Almudena, desesperada, con botellas y una manta para calmarla.
¡Todo se ha detenido! Y hace calor, no hay aire acondicionado, ni ducha ¡Es un suplicio! se lamentaba Carmen.
Después la suegra adoptó un perro callejero, que resultó tener problemas renales. En el pueblo no había veterinario, así que el animal tuvo que ir a la ciudad, obviamente con José al volante.
Qué vamos a hacer, el niño está enfermo al menos tendremos guardia en casa gruñó Carmen, intentando tranquilizar al perro.
Más tarde Almudena tuvo que limpiar el coche porque el guardia se movía demasiado. Además, el perro necesitaba comida medicinal, pero en el pueblo no había tiendas de mascotas ni entregas. José se convirtió en el mensajero.
No voy a dejar a tu madre con un animal enfermo. Sabes lo sensible que es. Después se culpará a sí misma respondió, cuando Almudena comenzó a reprocharle.
Exacto, sensible. Al perro le compadezco, pero a la gente no tanto.
José dedicaba los fines de semana a su madre y, a veces, después del trabajo, también quedaba en casa de la suegra.
Llegaré, aunque ya estés dormida se justificaba. Así podré levantarme temprano y marcharme al trabajo directamente.
Almudena esperó que la situación mejorara, pero no lo hacía. La suegra tenía el tejado caído, el pozo atascado, la nieve fundiéndose, la hierba creciendo. No quería encargarse sola de la casa y tampoco podía llamar a los profesionales.
¿Y si aparecen estafadores? ¿Ladrones? ¿Nos roban las últimas tres pieles? temía Carmen, pidiendo ayuda a José.
La paciencia de Almudena se agotó cuando la suegra volvió a quedarse sin luz, ya entrado el otoño. Por suerte solo duró poco, pero bastó para que Carmen entrara en pánico.
Almudena, mañana iré a comprar a mamá un generador anunció José con tono cotidiano.
Almudena se tensó.
¿Con nuestro dinero? preguntó, entrecerrando los ojos, sabiendo que era un gasto considerable.
Sí Ya sabes que la mamá está estirada. Tras vender el piso, apenas le queda una pensión encogió de hombros José.
Entonces ahora financiamos no solo a nosotros, sino la casa de ensueño de tu madre. ¿No crees que tiene demasiadas peticiones? replicó Almudena.
José hizo una mueca y agitó la mano.
Almudena, basta. Allí la luz es un lujo. ¿Quieres que se congele?
Almudena rodó los ojos, pero tuvo que tragarse el comentario.
Ahora estaba sola en el cuarto, contemplando la idea del divorcio. Pensó que vivir bien, aunque fuera mediocre, era su única salida. No, divorciarse era demasiado drástico; necesitaba otra solución para no enloquecer de cansancio.
Inventó un plan
Una semana después se levanta temprano, se viste en silencio. Está a punto de salir cuando José se despereza.
¿Tan temprano? bosteza, frotándose los ojos.
Voy a casa de mis padres responde Almudena, mirándose en el espejo.
¿Hoy? Tenía previsto podar las ramas para mi madre protesta José.
No lo acordaste conmigo. Yo también tengo padres que necesitan ayuda.
¡Pero son dos!
La vejez no se elimina. Así que vamos a repartir los fines de semana: uno para tu madre, otro para los míos dice Almudena, avanzando por el pasillo.
Cierto, lo anoté en la lista del frigorífico. No te olvides de los deberes de los niños y de prepararles una pizza para el almuerzo añade José.
Almudena sale, sintiendo la pesada mirada de José, pero sin voltearse. En el trayecto a casa de sus padres se da cuenta de que rara vez piensa en los asuntos urgentes y nunca se apresura.
La ayuda a sus padres es simbólica. Llega al segundo piso, descansa, lee en los columpios del jardín, rememora anécdotas de la infancia mientras almuerza sin prisa. Ya no traga la comida a toda velocidad bajo el constante ¡Mamá!.
Quizá nunca haya una solución perfecta. Tal vez Carmen nunca venda su casa ni resuelva los problemas sin la ayuda de su hijo.
Lo que sí ha conseguido Almudena es un pequeño espacio propio que no está dispuesta a ceder. Es una pequeña victoria en la lucha por su bienestar y su salud mental.







