– ¡Papá, no te vayas! ¡Querido, no nos abandones! Papito, no me compres más nada, ni a Leo tampoco. ¡Solo quédate y vive con nosotros! No queremos coches ni caramelos. ¡No hacen falta regalos! ¡Solo queremos que estés aquí! – gritaba el pequeño Hugo, de seis años, abrazando la pierna de su padre

Life Lessons

¡Papá, no te vayas! ¡Querido, no nos abandones! Papá, no me compres nada más, ni a Leandro tampoco. ¡Solo quédate con nosotros! No quiero coches, ni caramelos. ¡No necesito regalos! ¡Solo quiero que estés aquí! gritaba Gabino, de seis años, aferrándose a la pierna de su padre.

***

Su madre lloraba en la habitación, sin fuerzas para levantarse y salir.

Mientras, Leandro, de catorce años, permanecía quieto, con los puños apretados. El amor por su padre luchaba contra el odio en su pecho.

Gabino era solo un niño. No entendía nada. Pero él, Leandro, había visto el dolor de su madre. La había visto arrodillarse el día anterior, suplicando a su padre que se quedara. Aunque fuera un poco más, hasta que Gabino creciera. Pero las súplicas no sirvieron de nada.

¡Basta! ¡Levántate! ¡No te humilles, ¿me oyes?! No le importas. Ni yo, ni ninguno de nosotros. ¡Que se vaya al infierno! Leandro corrió y empezó a separar a su hermano pequeño de su padre.

Hijo, ¿por qué haces esto? Vendré a visitaros, os ayudaré. Solo viviré en otro lugar. Pero os quiero igual. Lo hemos decidido así intentó explicar el padre.

¿Quién lo ha decidido? ¡Tú lo has decidido! ¿Crees que no he escuchado nada? Mamá te rogó que no te fueras. ¡Aquí estamos ella y nosotros! Somos una familia. ¡Y tú te vas! ¿Por una mujer? ¿Ella vale más que nosotros, verdad? Leandro hizo un esfuerzo sobrehumano para no llorar.

***

Si su padre lo hubiera abrazado, dejado las maletas en el suelo y admitido que había cometido un error Leandro se habría aferrado a él. Y lo habría perdonado. Porque era su padre.

El mismo que le enseñó a arreglar el coche, lo llevó a pescar lucios, jugó al fútbol con él y leyó cuentos antes de dormir. ¿Cómo podía irse y borrarlos de su vida? ¿A ellos? ¿Por qué?

Gabino seguía llorando a gritos. Su madre sollozaba. El padre los miró a todos y se marchó, cabizbajo.

Durante mucho tiempo, el eco de “¡Papá, no te vayas!” lo persiguió.

***

Desde entonces, la vida cambió.

Leandro odió a su padre. Rechazó sus visitas, devolvió sus regalos.

Gabino esperaba. A veces se sentaba junto a la puerta. Otras, se asomaba al balcón, mirando hacia la lejanía.

El padre pedía verlos. Su madre no lo permitía.

Aunque Leandro tampoco quería. Gabino ansiaba verlo, pero le decían: “Tu padre no quiere verte”.

Su madre habría rechazado la pensión por orgullo, pero necesitaban comer.

Se enamoró, vuestro padre. ¡Así son las cosas! ¡En otro sitio la hierba es más verde! No le importáis. ¡Ahora tendrá otros hijos! solía decir.

Leandro escuchaba en silencio. Gabino lloraba.

***

Un año después, el padre quiso volver. Gabino no estaba. Solo Leandro y su madre.

El padre pidió perdón. Dijo que se había equivocado. Que no podía vivir sin ellos.

Pero su madre no lo aceptó. Fueron minutos de venganza. Leandro tampoco lo perdonó. El rencor seguía vivo.

A Gabino no le preguntaron. Era demasiado pequeño.

***

Pasaron los años. Leandro se dedicó al comercio. Gabino se hizo médico. El mayor formó una familia. El menor cuidó de su madre hasta que ella falleció.

Poco después, Gabino decidió casarse con su amiga de la infancia, Catalina.

Antes de la boda, Leandro tuvo que viajar por trabajo. Invitó a Gabino a acompañarlo. Optaron por el tren en vez del coche. Bebieron té y charlaron bajo el traqueteo de las ruedas.

No se llevaban mal, aunque eran muy distintos. Leandro, duro e inflexible, solo escuchaba su propia voz.

Llamaba a su hermano “doctor corazón”, bromeando. Le decía que la bondad estaba pasada de moda.

Tras sus asuntos, pasearon por una ciudad nueva, admirando su belleza. Luego, se dirigieron a la estación.

Casi en la entrada, Leandro tropezó con un hombre. Lo miró con desprecio, refunfuñando que no debía estar ahí. El hombre, sucio, barbudo y sin piernas, estaba sentado en una cartulina. De pronto, alzó la vista.

Gabino ya había pasado, pero el estallido de risa de su hermano lo detuvo.

Leandro señalaba al mendigo, riendo. Gabino lo agarró del brazo y lo apartó.

¡Basta! No es digno. No sabemos qué le ha pasado. ¿Por qué está así? No somos quien para juzgar susurró.

¿Qué? ¿No somos quien? Claro que lo somos. ¿No lo reconoces? Tú eras muy pequeño. Pero yo sí. Al instante. Tiene los ojos de nuestro padre. Verdes. Mamá siempre decía que se enamoró de ellos. En vano, al parecer. ¿Qué, canalla? ¿Te gusta cómo estamos? Somos tus hijos, papá. ¿No lo esperabas? Mira qué hombres nos hemos vuelto. No pensé que volvería a verte. Pero la justicia existe. Ahora eres esto. Es por las lágrimas de mamá. Por las nuestras. ¡Por todo lo que hiciste! gritó Leandro, lleno de rabia.

***

Gabino temblaba, sin palabras. El hombre en el suelo lloraba en silencio. Solo murmuró: “Qué guapos estáis”.

¡No nos parecemos a ti! Por suerte. ¡Qué vergüenza que seas nuestro padre! ¡Mereces pudrirte aquí! ¡Esta es tu condena! Llora ahora. Y mira. ¿No querías una vida mejor? Fuiste tras el amor. ¿Dónde está ese amor, papá? ¿Has encontrado otra mendiga como tú? Desgraciado continuó Leandro.

¡Basta! ¡Para ya, o no respondo de mí! exclamó Gabino.

***

Leandro iba a replicar, pero se quedó boquiabierto. Gabino se arrodilló. Le tocó la mejilla sucia, la acarició. Y dijo:

Hola, papá.

El padre agarró su mano, la apretó contra su pecho. Y se derrumbó, llorando.

¿A quién veía en ese momento? ¿Al niño de ojos grandes que años atrás se aferró a su pierna gritando “¡Papá, no te vayas!”?

Sus hijos habían crecido. Ambos. Y él les debía todo.

Leandro seguía insultándolo. El padre callaba. Sabía que se lo merecía. Pero lo que le destrozaba el corazón no eran las palabras de Leandro. Eran los ojos bondadosos y la mano tierna de Gabino. Su hijo no lo culpó.

Y precisamente ese amor silencioso lo desgarraba por dentro.

Vamos, Gabino. Nuestro tren sale pronto Leandro tiró de su hermano.

No voy. Tú vete. Yo luego. No puedo dejarlo aquí Gabino se levantó.

¿Qué? ¿A este despojo que arruinó nuestras vidas? ¿Estás loco? ¡Mira en lo que se ha convertido! ¡Vámonos! ¡Por primera vez soy feliz! ¡Se lo merece! Leandro forcejeó.

***

Entonces, Gabino alzó a su padre en brazos. Estaba delgado, liviano. Solo tenía fuerza en los brazos, con los que se arrastraba.

Los testigos de la escena suspiraron, sorprendidos. Leandro enmudeció. El padre abrazó el cuello de su hijo menor.

Todo pareció detenerse. Leandro maldijo y se marchó rá

Rate article
Add a comment

16 − 1 =